miércoles, 21 de octubre de 2015

Confesión de apagón

Mi miedo es despertarme mañana, pasado o quizás en medio de esta noche y asumir que te quiero, que no puedo prescindir de vos, que esta situación ya no tiene retorno. Porque entonces tendré que cargar mi amor en mi espalda, a sabiendas de que no es correspondido. Cargar mi amor, que es inmenso, inocente y ciego, ir con él a cuestas tropezándome, topándome con puertas cerradas, con brazos cerrados, con miradas esquivas.
Mi miedo es que ya no pueda negarme este querer, que a paso lento pero firme fue gestando una revolución en todo mi ser; que ya no pueda retractarme y dejar de mirarte o buscarte; que ya no pueda deslindarme de tu sonrisa. Te juro que muero de miedo de asumir que te quiero más de lo que vos estás dispuesto  a permitirte. Porque con ello, viene la pena de que vos no me queres.
Mi miedo es estar segura de quererte y de que no me vas a dar lugar a dejarte querer. Mi miedo es que me quede atrapada y sofocada entre tanto amor dentro de mí que no puede salir. Mi miedo es reprimir a conciencia el impulso de mi abrazo sincero, de mi beso inescrupuloso.

Porque si no se expande ese amor y se guarda en un rincón del alma, se convierte en amargura y desgano. La pena lo va carcomiendo y es ahí cuando uno envejece, se le arruga el alma. Mi miedo es tener que obligarme a olvidarte, con la convicción de que es imposible. Mi miedo, mi amor, es tener que morderme la lengua para no decirte nada de lo que pueda escribir. Mi miedo es luchar con lo que siento, porque eso sería vivir perdiendo. 

lunes, 21 de septiembre de 2015

Besos

Sé de muchos de los besos que regalaste, antes de recibir los míos. En buena hora te regalé mi beso inicial, porque fue perfecto, con la medida justa de besos previos, besos ajenos. Sé de muchos de los labios que te sonrieron, entre beso y beso, antes de que yo te sonriera como nunca sonreí, luego de llenarme de tu beso.
Hace poco –hace tanto- que no llega más tu boca hacía la mía, que nuestros labios no se recorren mutuamente. Bienaventuradas las mujeres que besan tu boca ahora. Y bienaventurada yo, que pasé por ella, y como aún queda tu beso en mí (en mi boca, en mi cuerpo), confío en que en ella queda algo de mí. Por la experiencia de nuestros besos no me arrepiento de nada, por la desilusión de ya no tenerlos, me reservó la melancolía para explayarme en otra ocasión.
Me niego a decir que te extraño, que te quiero, y sabe Dios cuantas melancólicas verdades más. Me las guardo, me las escondo, hasta perderlas, o eso espero; perderlas por un tiempo, hasta que ya no duelan tanto. Sin embargo, a esta altura de mis besos, ya me puedo asegurar que jamás voy a besar con tanto anhelo, tanta sed de alguien, como te he besado  a vos. 

sábado, 19 de septiembre de 2015

Gloria

La gloria de mirarte sin que te des cuenta. La gloria de apreciarte fresco y natural, sin tu pose ni mi roce.  La gloria de verte como ajeno, sintiéndote más propio que nunca. La gloria de verte reír, desde una platea privilegiada, cerrar los ojos un instante para escuchar tu risa, guardarla en mi memoria junto a las otras para luego poder escribir sobre ella o imaginar que es en mi honor.
Ay, la gloria de que te cruces de piernas, de que inclines la espalda lentamente hacia el respaldo del asiento, creer que soy la única espectadora del magnífico show que brinda tu cuerpo. La gloria de que seas, en todo tu esplendor.
La divina gloria y la punzante pena de saber que fuiste mío, de que pasé por vos – aunque sin pena ni gloria para vos -. Sobrellevo la pena gracias a la esporádica gloria de mirarte, de decirte que te quiero moviendo los labios y sin usar la voz. La sublime gloria y la aguda pena de rogar que mi mirada te alcance. Y, por más que no te percates enseguida, que tengas esa sensación de que alguien te acoge en su alma.
Que gloria y que pena, que contradicción. Gloria es mirar tu boca hablar y sonreír, ostentar sus dientes y su belleza. Pena es mirar tu boca, sospechar que no volverá a estremecer mis labios. Contradicción es seguir empecinada en quererte, cuando vos nunca lo hiciste.

La gloria, la pena y la contradicción de que no te hayas ido del todo, de pasearme en la delgada línea entre recordarte y vivirte.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Mi cómplice y todo

Mario ya no se inmuta por nada. Con su mirada impermeable y sus facciones apacibles y perpetuadas, se sostiene en la holgada línea de mi memoria y mi admiración.
En mi desorden, aparece. Acomoda los estantes de mi mente. Toma los libros que hay allí, los hojea, se sonroja cuando son de su autoría; en un gesto de hermosísima humanidad y existencia. Finalmente, luego de propiciarles un breve ademán de caricia, los vuelve a su lugar.  Posa en cada estante un poco de su sabiduría y su paciencia.  Y su presencia y su esencia se perciben en cada recoveco de mi inspiración.
Esa imagen se presenta y se esfuma en mi imaginación, ingenua e inquieta, cuando alguien menciona que mi escritura está influenciada por Mario. Él se limita a guiñar un ojo ante el comentario, y su bigote se estira acompañando la amplitud de su sonrisa.
Y todavía me preguntan qué es poesía. Yo no puedo definirla sin definirlo a él. Es tan lindo saber que todavía existe, aunque sea por momentos, por recuerdos, por sueños, por delirios. Se asoma, curioso y expectante, cuando me dispongo a escribir. Se apresta a reprochar mis titubeos, a cuestionar mis palabras, a reflexionar conmigo. Me irrumpe y me corrompe en la búsqueda de las palabras. Pero también sabe asumir su rol de cómplice y testigo de la gestación de mi estilo narrativo.

Pero Mario ya no se inmuta por nada. Con su mirada impermeable y sus facciones apacibles y perpetuadas, se sostiene en los sutiles sesgos de su impronta en mi escritura. 

miércoles, 22 de julio de 2015

Siempre

A veces pienso en el día que suene serio cuando diga “escribo desde siempre”. Tal parece que ahora, a mi edad, el siempre es una palabra vacía, banal, mal utilizada, irónica, torpe, carente de todo sentido y de toda realidad.
La palabra siempre se burla de mí, de mi juventud, de mi inexperiencia. Trato de pronunciarla con mucho cuidado, la mantengo con recelo en la punta de la lengua, y en muchas ocasiones tengo que tragarme la palabra. La reservo para usarla en un buen contexto discursivo, sin embargo me da miedo expresarla. Y mucho más en papel. Escrita en una hoja la palabra siempre adquiere un cierto sesgo de eternidad, mucho más fuerte que su significado en si mismo. Siempre, queda inmortalizada.
Me asusta la dimensión de la palabra siempre. No es algo que se puede ver y tocar. La palabra siempre es como una promesa incumplida. Mis papás dijeron que estarían juntos por siempre. Mi abuelo aseguraba que viviría por siempre. Y un sinfín de siempres caducados más.
“Nada es para siempre” aseguran canciones y ancianos sabios. No, todo es para siempre. Absolutamente todo se lo entregamos a esa palabra. Cuando queremos a alguien, le delegamos parte de nuestro amor a esa palabra, para que haga lo suyo, para que cobije y alimente ese amor en su intensidad como palabra, como ilusión, como deseo. Incluso cuando no queremos a alguien, hacemos uso de la palabra, al sentenciar un adiós para siempre. En ese caso, siempre se refuerza con nunca, al desear no volver a toparnos con esa persona en nuestro camino.

Para siempre y desde siempre, lo que se escribe es lo único que perdura. Escribir es mi siempre. Desde siempre, aunque ese siempre que me es propio sea cortito, quiero y amo escribir. Mi voluntad es que, mientras ese desde siempre mío va creciendo, voy a seguir escribiendo.  Quiero hacer méritos para que, algún día, cuando la palabra siempre ya no se burle de mí, y suene serio cuando la pronuncié, sea yo la que se ría de ella pero sin malicia. 

viernes, 3 de julio de 2015

Vivir adrede

Mario Benedetti fue la prueba veraz de la existencia de Dios. Aún desde la crítica, la duda, el
cuestionamiento que el autor le propiciaba a ese ser omnipresente, lo reivindicaba. En cada
reflexión que le dedicaba a Dios, la controversia sobre su existencia pasaba a un segundo plano ante
la preponderancia que le atribuía, plasmada entre líneas. Lograr la materialización de Dios en la
tierra, a través de palabras, ha de ser lo más glorioso que un ser humano puede alcanzar en su vida.
Y lo consiguió – aunque estoy segura de que nunca lo buscó – con el libro que terminé de leer hoy.
En Vivir adrede el escritor y poeta concentró toda su delicada y hermosa capacidad para hacer de la
palabra escrita un mimo al alma. Benedetti, por sí solo, es un sacudón, es un incentivo a despertar la
sensibilidad, a conectarse de otra manera con el mundo, a mirar y reflexionar. Sin embargo este
libro es especial, este conjunto de micro relatos definitivamente tiene el “no sé qué” que lo hace
audaz, romántico, sincero, bello, complejamente simple.  Es de aquellos que pueden leerse en una
isla paradisiaca o en la parada del bondi con la misma facilidad y el mismo efecto.
Sin lugar a dudas, Benedetti fue el propulsor de admirar la complejidad de la simpleza. En uno de
los apartados del libro confesaba: “Si uno lee a Baldomero Fernández Moreno o a Antonio
Machado, y capta la sabiduría de su sencillez, quisiera salir a abrazarlos, como si aún estuvieran ahí,
con su pluma en ristre”. Sólo él fue capaz de describir lo que me sucede cuando lo leo. Cuando
termino un poema de su autoría quiero, por no decir que necesito, abrazarlo. Incluso admito que he
tenido el impulso de ponerme de pie bruscamente, como para salir a su encuentro; pero Mario no
espera por mí en ningún sitio.
Pese a esta cruda realidad, que solo sobrellevo con leerlo en un acto de agonía y placer,
encuentro una conexión inherente entre la escritura de Benedetti, la existencia de Dios, mi felicidad
y el  vínculo con el ambiente que me rodea.
A veces uno sospecha de su propia existencia. ¿Hasta dónde es real lo que se vive? ¿Quién es capaz
de separar por completo el sueño de lo concreto y ambas cosas de lo místico? A veces, casi siempre,
uno entra en dialogo consigo mismo, y de esas charlas surgen las revelaciones más extraordinarias.
De vez en cuando, ojala fuese más seguido, escuchamos al otro, pero escuchamos de verdad, sin ese
terco deseo de contestar y refutar, y nos damos las sorpresas más hermosas. Cada día deberíamos
jugar, es decir, jugar como cuando aún desconocíamos lo que significaba ganar o perder.
Ay, si Mario y Dios; no como poeta y ser superior, sino como los “no sé qué” del mundo no se
complementaran en la complejidad de la simpleza, nunca podríamos hallarlos. Ya sea en poemas o
en oraciones, mediante cuentos o evangelios. Suelo tener la sensación de que todo lo que me toca
vivir fue escrito. Entonces me animo a un roce de manos, a un cruce de miradas furtivas, a desafiar
a los desencuentros y contratiempos. Le muestro los dientes a mi entorno, lo reto a sorprenderme.
Ahí mismo, puedo abrir el libro en una página al azar, y leer quizás: “Siempre hay una hendija del
alma por donde la alegría asoma sus despabiladas pupilas. Entonces el corazón se vuelve más vivaz,
se extrae de su quietud y es casi pájaro”.
Luego de eso, no tengo más salida que amigarme y aliarme con los “no sé qué” de mi vida, verlos
llegar y apreciarlos en todas su dimensiones y formas. Llámese fe, llámese literatura. Llámese, vivir
adrede.

martes, 26 de mayo de 2015

Desencantos varios

Llegó al lugar pactado y comenzó a ensayar una postura que inspire naturalidad. Al cabo de unos minutos la ansiedad la hizo caer en el cliché de sacar el celular y sumergirse en algo aparentemente interesante y ciertamente inexistente. Casi como si hubiera sentido su presencia, levantó la vista en el momento en que él cruzaba la calle. No bajó la mirada siquiera para guardar el teléfono que, bruscamente,  fue a parar en algún lugar del bolso.
Se saludaron con un choque de mejillas, sin beso, tímidos.
¿No tenes frío?
No, pero tengo las manos heladas. Le respondió al tiempo en que ponía ambas manos bien abiertas sobre la cara de él.
¿Y los labios también?
Fíjate. Le dijo, y en ese preciso instante ya se había arrepentido por no tener en claro las intenciones de su pregunta.
Y aunque sus labios se entreabrieron, sutiles y deseosos, sus cuerpos se acercaron por la fuerza de atracción, sus latidos se aceleraron un poco y ya no tenían tanto frio, ninguno se animó. Esperaban a que el otro dé el primer paso.

Sin mediar palabra empezaron a caminar por Zeballos. Prudentes, sus manos no se rozaban. Retraídos, sus ojos se esquivaban. Sensatos, acordaron – sin decirse absolutamente nada – hacer de cuenta que nunca tuvieron ese seudo impulso. De modo, que esa situación quedó perdida entre tantos desencantos varios. Sin gloria ni pena. Pero en ese clima hostil, ambos respiraban el remordimiento de saber que las historias más intensas son las que no llegan a ser. 

sábado, 9 de mayo de 2015

¿En qué nos parecemos?

-              -  Ay, ¡Mi Dios! - suspiró, sentada al borde de la cama, con las manos juntas apuntando al cielo.
-              - ¿Qué pasa, abuelita? – me sobresalté.
-          -   Sos tan parecida a mi cuando tenía tu edad que me da miedo – me dijo, preocupada, con el ceño fruncido.
-               -  Abu, pero vos no podes ver (me) – le contesté en un estúpido y atroz momento de racionalidad.
-              -  Ya sé, pero te imagino – me dijo tan dulce e inocente, que no pude más que echarme a llorar. Quise abrazarla, pero eso no le gusta. Me acerqué y le acomodé el cuello del saquito marrón, su preferido; el que está roto y le faltan dos botones y todavía insiste en ponérselo.
-            -  ¿Y en que nos parecemos? – pregunté con la voz, el alma y las piernas temblorosas.
-           -  En todo, Mascarita, en todo -. Se quedó pensativa. Y yo, frágil, intrigada y sacudida, como solo ella sabe dejarme. Esperé en silencio que vuelva de vagar en sus pensamientos, que vuelva ella, no esa señora que suele aparecer cuando la confusión característica de su edad la transforma. Y volvió:
-            - ¿Crees en Dios? -
-            -   A veces pienso que si no sos vos, estás muy cerca -.
-            -  ¿Cómo un ángel? -
-            -  Algo así -.
-            -  Explícame -.
-            - Algo así, no sé cómo explicarte -.
-            -  Bueno, escribimelo. Y después léemelo -
      Hablaba de manera tan suave que se me estrujaba el pecho. No soy capaz de hallarme un parecido con esta mujer tan bella, delicada, llena de luz y vida a sus 93 años.
-           -  ¿Te acordas que me contaste que cuando eras chica te gustaba escribir poemas? – quise saber.
Lanzó una fuerte carcajada. Cuando yo me reí se me escaparon algunas lágrimas más.
Se acordaba. Seguro también se acordaba que en ese entonces tenía dos pretendientes y les escribía, con el temor siempre latente de equivocarse y entregarle a uno, el poema que era del otro. Se acordaba de todo. De todas las cosas que había hecho en su juventud. Me explicó que nos parecemos en algo tan precioso como triste: amamos sin miramientos. Y como ella sufrió mucho por eso, no quiere que me pase lo mismo a mí. “Amamos con intensidad hasta al perro del vecino” fue su reflexión final antes de querer cambiar de tema.
-          -  ¿Te dije ya que sos hermosa, abu? -
-           - Si, un millón de veces. En eso también te pareces a mí, repetimos las cosas un millón de veces.

lunes, 20 de abril de 2015

De un desvelo

Escribo porque solo puedo encontrarte entre mis líneas. Estás solo donde yo te escribo. De este modo puedo leerte y releerte, que es lo que más se asemeja a tenerte. ¿Hasta qué punto te idealizo? ¿Hasta qué instancia esto es sano? Mi integridad se desmorona, pero estoy a solas. No tengo vergüenzas ni pudores que luego no pueda camuflar. Sin embargo ahora intento encontrarte, hacerte aparecer. Pienso en las palabras que te representen tal cual te veo, tal cual te quiero. Y te quiero conmigo.
Entonces puedo escribir: “Es momento de que llegues. Mi beso y yo te esperamos”. O “No te vayas, que la despedida duele. No pronuncies ese adiós punzante, desesperanzador.  Mejor quédate, o llévame con vos”.
Me ridiculizo. Me siento una parodia de la peor versión de mí. Si no te escribo me hundo y si lo hago me pasa igual. Es que escribir (te) es un consuelo y una tortura a la vez. Una caricia de manos ásperas, un beso desabrido. Las metáforas se enumeran por si solas, pero no llegan a nada. Ninguna me explica que debo hacer, tampoco me dejan escribirlas sin que estén dirigidas a vos.
Busco un escape, y me topo con palabras tajantes. Palabras profanadoras, que hurgan en mi intimidad. Me injurian. ¿Con que éste es el quiebre? En este punto me doy cuenta  de que ya no son mis aliadas, sino que me confrontan. No son mi reflejo. Ya no soy esto que escribo. Ni mucho menos vos sos lo que representan estas aglomeraciones literarias. No significan nada. A menos que signifiquen mi caída hacia la desolación.

Es que una vez en la realidad, es una pena que yo esté ahí y vos no puedas verme. Y escribo: “Es una pena que no se animaran a mirarse hoy”. No obstante, más penoso es sentarme a escribirle a alguien a quien nunca le leeré. A alguien a quien creo leer por todos lados, en todos los libros, en todas las citas, en todos los fragmentos despedazados de mis bocetos. Tacho todo lo anterior y lo reemplazo: “Poesía es pronunciar tu nombre bajito. Que nadie pueda escucharlo. Es la única manera de sentirte solo mío en medio de la gente”. 

viernes, 3 de abril de 2015

Vida, danos hoy la pena nuestra de cada día

Que irreverente. ¿Cómo se le ocurre? ¿Cómo se atreve? Es una sinvergüenza, descarada. Te apuñala por la espalda. ¿Quién lo diría? Siendo tan bella y reluciente. Ah, pero no todo lo que brilla es oro, y la vida es traicionera. Te brinda cosas bonitas, muy bonitas, y cuando está segura de que no serás el mismo sin ellas te las quita. Con nosotros mató varios pájaros de un tiro.
La vida nos hizo una herida que sufrimos casi desde que tengo memoria. La enfermedad de mi papá. Él insiste en que la vida ama los juegos de azahar. Y lo que te toca, te toca. No hay otra, te la tenes que bancar. Porque en esos casos uno no es un jugador, sino una simple ficha.  Yo, por el contrario, pienso que la vida lo tiene todo premeditado, y que no es capaz de poner en nuestras espaldas más de lo que podemos cargar. Pero eso sí, es jodida. Y, me imagino que algunas veces especula o se le va la mano. Como con nosotros, por ejemplo. ¿Cómo pudo?
Papá dice que todo es un rompecabezas. Si algo nos parece difícil, hay que concentrarse y dar lo mejor de nosotros, y así veremos como lo que nos parecía un caos encuentra su lugar, y las situaciones complicadas encajan perfectamente para dejarnos apreciar un resultado óptimo: el rompecabezas terminado. Esta idea me confunde. La vida le quitó el movimiento de sus piernas. Lo dejó en una silla de ruedas. No solo le limitó su libertad corporal, sino que lo fue dejando sin su ímpetu característico a lo largo de los años. Por muchísimo tiempo, nosotros, mis hermanos y yo, también padecimos su enfermedad como propia. Estábamos saturados de cosas que desconocíamos,  desconcertados por los cambios de roles: nosotros lo cuidábamos a él cuando suele ser al revés.  
Oh, pese a todo, la vida no se conformó y nos exigió mucho más. Le quitó el brazo derecho. Papá tuvo que aprender a escribir, a cocinar, a hacer tareas cotidianas con su mano izquierda. Tuvimos que acostumbrarnos a recibir un abrazo a medias. Fue triste y muy difícil, así que traté de acordarme del rompecabezas del que él nos hablaba. Uniendo algunas piezas, me di cuenta que estaba valorando mucho más mi movilidad, que amaba cada día más caminar, que me molestaba cada vez menos hacer fuerza con los brazos.
Si todo hubiera terminado allí… que codiciosa, fue por más. Le quitó un poco de la vista. Logró que le costara ver tele, leer los poemas de Neruda que tanto le gustaban, mirarnos fijamente. ¿Acaso la vida se estaba vengando? ¿De qué? ¿Qué hicimos mal? Si todo lo que había entre papá, mis hermanos y yo era amor, una desesperación desaforada por protegernos mutuamente, una necesidad intensa de sostenernos. (Ese pedacito clave del rompecabezas, que le da sentido a todo). Sucede que, tal vez, a la vida le gusta castigarnos por la inestabilidad del hombre respecto a los sentimientos por ella: A veces la queremos, después la aborrecemos. La depreciamos, no la cuidamos, la insultamos, no la respetamos. Incluso podemos llegar a arrebatársela a otro. (Y al que le toca, le toca. La vida no repara en a quien le cae la pelota).
Crecimos, aprendimos mucho, lloramos muchísimo más, peleamos con los que miraban raro a papá y con los que le cerraban puertas, nos amamos mucho y nos peleamos otro tanto. Reímos, nos sentimos ridículos, volvimos a llorar, sentimos la mano fría de la muerte que se lo quería llevar, lo vimos  - admirados – luchar.

Creímos que nos había dado una tregua. Subimos bien alto la bandera blanca. Casi que terminábamos el rompecabezas, y de un sacudón nos desarmó todas las piezas. Le quitó la voz. Una de las voces más hermosas que escuché. Esa voz que nos cantó, que nos consoló, nos aconsejó y nos retó. A esta altura de la vida, ya no estamos todos juntos. Quedamos papá y yo. Y no puede hablarme. Y no puedo escucharlo. Vida, danos hoy la pena nuestra de cada día. Porque puedo saber que quiere decirme con mirarlo a sus tristes y cansados ojos marrones. Puedo interpretar a la perfección sus gestos. Puedo entenderlo y quererlo. Aunque nos pese, aunque suframos. Todavía está la fuerza y la energía para seguir con el rompecabezas. Todavía queremos jugar.

jueves, 26 de marzo de 2015

La soledad

Tengo una relación tormentosa con mi soledad. Por momentos nos llevamos increíblemente bien, me compenetro con ella de manera casi heroica, intensa, hasta placentera. Sin embargo, existen ocasiones en que nuestro vínculo es tenso, turbulento, inestable, quebradizo, frío. Siento que ella me aborrece, que juega conmigo tal marioneta.
Si lo analizo bien, ella es histérica y egoísta, pero sobre todo es extremadamente celosa. Presurosa se ocupa de estar conmigo en todo momento y lugar, solo con la intención de repeler a quien se me acerque. Y como si fuera poco, procura alterar mi humor, tornándome irritable, incluso deprimida. Así, más apartada de todos que nunca, quedo a solas con ella, que me mira y se ríe triunfal. Se sale con la suya la mayoría de las veces.

Se encarga de aparecerse en mi camino, de poner piedras en él. De hacerme llorar, sin más remedio que dejarme abrazar por ella. De entristecerme, y conformarme con su consuelo. De hacer que me equivoque, sin otras lecciones que las que puede darme ella. Cuando está de malas me susurra que no puede irse, que nadie más me comprendería como ella, que sabe de los juegos sucios que me practico, de mi autoengaño, mis flagelos, que conoce cada una de mis miserias. Y tiene razón.

martes, 24 de marzo de 2015

Plegaria a sus ojos

Tiene una mirada muy particular, nunca la pierda. Porque las miradas pueden desgastarse, ¿sabe? Sería una lástima que la suya se apagara; usted tiene que hacerle un favor al mundo y mantenerla iluminada, calma, profunda. Nunca se sabe cuando unos ojos negros e intensos como estos se necesitan para salvarle el día a alguien. Por ejemplo, hoy, a mí su mirada me hizo sonreír, y está mueca volverá varias veces durante mi rutina mientras la recuerde. Que curioso, voy a cerrar mis ojos para ver otros. 

Aves Azulejo

Cuando la piel hace eco de lo que acontece en el alma. Cuando las palabras no alcanzan o sobran; la libertad se asoma, colorida y radiante. El amor surge en forma de vuelo, esplendido y fugaz. La felicidad resplandece, escurridiza y burlona. Todas las piezas de la vida, de mi vida, se acomodan, haciéndome sentir la liviandad de quien no espera nada más que lo que tiene, aunque siempre está con los brazos abiertos para recibir y percibir la belleza, la bondad, las lecciones, los golpes con moraleja; y con la mente abierta para entender la complejidad de la simpleza.
La amistad, la familia, la música; los pilares que me elevan sin hacerme olvidar de mis raíces. Escribir, soñar, amar; las acciones que me motivan, me sanan, me reconfortan. La entrega, la dedicación, el esfuerzo; mis maneras de despegar vuelo. Yo vuelo con y por todo ello. Cada vez más alto. Lo que quiero me sonríe, pero me dice que no va a ser tan fácil de alcanzar. El desafío me ilumina, saca lo mejor de mí, y me imagino como un refulgente ave azulejo.