Que irreverente. ¿Cómo se le ocurre? ¿Cómo se atreve? Es una
sinvergüenza, descarada. Te apuñala por la espalda. ¿Quién lo diría? Siendo tan
bella y reluciente. Ah, pero no todo lo que brilla es oro, y la vida es
traicionera. Te brinda cosas bonitas, muy bonitas, y cuando está segura de que
no serás el mismo sin ellas te las quita. Con nosotros mató varios pájaros de
un tiro.
La vida nos hizo una herida que sufrimos casi desde que
tengo memoria. La enfermedad de mi papá. Él insiste en que la vida ama los juegos
de azahar. Y lo que te toca, te toca. No hay otra, te la tenes que bancar.
Porque en esos casos uno no es un jugador, sino una simple ficha. Yo, por el contrario, pienso que la vida lo
tiene todo premeditado, y que no es capaz de poner en nuestras espaldas más de
lo que podemos cargar. Pero eso sí, es jodida. Y, me imagino que algunas veces
especula o se le va la mano. Como con nosotros, por ejemplo. ¿Cómo pudo?
Papá dice que todo es un rompecabezas. Si algo nos parece difícil,
hay que concentrarse y dar lo mejor de nosotros, y así veremos como lo que nos
parecía un caos encuentra su lugar, y las situaciones complicadas encajan perfectamente
para dejarnos apreciar un resultado óptimo: el rompecabezas terminado. Esta
idea me confunde. La vida le quitó el movimiento de sus piernas. Lo dejó en una
silla de ruedas. No solo le limitó su libertad corporal, sino que lo fue
dejando sin su ímpetu característico a lo largo de los años. Por muchísimo tiempo,
nosotros, mis hermanos y yo, también padecimos su enfermedad como propia. Estábamos
saturados de cosas que desconocíamos,
desconcertados por los cambios de roles: nosotros lo cuidábamos a él
cuando suele ser al revés.
Oh, pese a todo, la vida no se conformó y nos exigió mucho
más. Le quitó el brazo derecho. Papá tuvo que aprender a escribir, a cocinar, a
hacer tareas cotidianas con su mano izquierda. Tuvimos que acostumbrarnos a
recibir un abrazo a medias. Fue triste y muy difícil, así que traté de
acordarme del rompecabezas del que él nos hablaba. Uniendo algunas piezas, me
di cuenta que estaba valorando mucho más mi movilidad, que amaba cada día más
caminar, que me molestaba cada vez menos hacer fuerza con los brazos.
Si todo hubiera terminado allí… que codiciosa, fue por más.
Le quitó un poco de la vista. Logró que le costara ver tele, leer los poemas de
Neruda que tanto le gustaban, mirarnos fijamente. ¿Acaso la vida se estaba
vengando? ¿De qué? ¿Qué hicimos mal? Si todo lo que había entre papá, mis
hermanos y yo era amor, una desesperación desaforada por protegernos mutuamente,
una necesidad intensa de sostenernos. (Ese pedacito clave del rompecabezas, que
le da sentido a todo). Sucede que, tal vez, a la vida le gusta castigarnos por
la inestabilidad del hombre respecto a los sentimientos por ella: A veces la
queremos, después la aborrecemos. La depreciamos, no la cuidamos, la
insultamos, no la respetamos. Incluso podemos llegar a arrebatársela a otro. (Y
al que le toca, le toca. La vida no repara en a quien le cae la pelota).
Crecimos, aprendimos mucho, lloramos muchísimo más, peleamos
con los que miraban raro a papá y con los que le cerraban puertas, nos amamos
mucho y nos peleamos otro tanto. Reímos, nos sentimos ridículos, volvimos a
llorar, sentimos la mano fría de la muerte que se lo quería llevar, lo vimos - admirados – luchar.
Creímos que nos había dado una tregua. Subimos bien alto la
bandera blanca. Casi que terminábamos el rompecabezas, y de un sacudón nos
desarmó todas las piezas. Le quitó la voz. Una de las voces más hermosas que
escuché. Esa voz que nos cantó, que nos consoló, nos aconsejó y nos retó. A esta
altura de la vida, ya no estamos todos juntos. Quedamos papá y yo. Y no puede
hablarme. Y no puedo escucharlo. Vida, danos hoy la pena nuestra de cada día.
Porque puedo saber que quiere decirme con mirarlo a sus tristes y cansados ojos
marrones. Puedo interpretar a la perfección sus gestos. Puedo entenderlo y
quererlo. Aunque nos pese, aunque suframos. Todavía está la fuerza y la energía
para seguir con el rompecabezas. Todavía queremos jugar.
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