La gloria de mirarte sin que te des cuenta. La gloria de
apreciarte fresco y natural, sin tu pose ni mi roce. La gloria de verte como ajeno, sintiéndote más
propio que nunca. La gloria de verte reír, desde una platea privilegiada,
cerrar los ojos un instante para escuchar tu risa, guardarla en mi memoria
junto a las otras para luego poder escribir sobre ella o imaginar que es en mi
honor.
Ay, la gloria de que te cruces de piernas, de que inclines
la espalda lentamente hacia el respaldo del asiento, creer que soy la única espectadora
del magnífico show que brinda tu cuerpo. La gloria de que seas, en todo tu
esplendor.
La divina gloria y la punzante pena de saber que fuiste mío,
de que pasé por vos – aunque sin pena ni gloria para vos -. Sobrellevo la pena
gracias a la esporádica gloria de mirarte, de decirte que te quiero moviendo
los labios y sin usar la voz. La sublime gloria y la aguda pena de rogar que mi
mirada te alcance. Y, por más que no te percates enseguida, que tengas esa sensación
de que alguien te acoge en su alma.
Que gloria y que pena, que contradicción. Gloria es mirar tu
boca hablar y sonreír, ostentar sus dientes y su belleza. Pena es mirar tu
boca, sospechar que no volverá a estremecer mis labios. Contradicción es seguir
empecinada en quererte, cuando vos nunca lo hiciste.
La gloria, la pena y la contradicción de que no te hayas ido
del todo, de pasearme en la delgada línea entre recordarte y vivirte.
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