lunes, 20 de abril de 2015

De un desvelo

Escribo porque solo puedo encontrarte entre mis líneas. Estás solo donde yo te escribo. De este modo puedo leerte y releerte, que es lo que más se asemeja a tenerte. ¿Hasta qué punto te idealizo? ¿Hasta qué instancia esto es sano? Mi integridad se desmorona, pero estoy a solas. No tengo vergüenzas ni pudores que luego no pueda camuflar. Sin embargo ahora intento encontrarte, hacerte aparecer. Pienso en las palabras que te representen tal cual te veo, tal cual te quiero. Y te quiero conmigo.
Entonces puedo escribir: “Es momento de que llegues. Mi beso y yo te esperamos”. O “No te vayas, que la despedida duele. No pronuncies ese adiós punzante, desesperanzador.  Mejor quédate, o llévame con vos”.
Me ridiculizo. Me siento una parodia de la peor versión de mí. Si no te escribo me hundo y si lo hago me pasa igual. Es que escribir (te) es un consuelo y una tortura a la vez. Una caricia de manos ásperas, un beso desabrido. Las metáforas se enumeran por si solas, pero no llegan a nada. Ninguna me explica que debo hacer, tampoco me dejan escribirlas sin que estén dirigidas a vos.
Busco un escape, y me topo con palabras tajantes. Palabras profanadoras, que hurgan en mi intimidad. Me injurian. ¿Con que éste es el quiebre? En este punto me doy cuenta  de que ya no son mis aliadas, sino que me confrontan. No son mi reflejo. Ya no soy esto que escribo. Ni mucho menos vos sos lo que representan estas aglomeraciones literarias. No significan nada. A menos que signifiquen mi caída hacia la desolación.

Es que una vez en la realidad, es una pena que yo esté ahí y vos no puedas verme. Y escribo: “Es una pena que no se animaran a mirarse hoy”. No obstante, más penoso es sentarme a escribirle a alguien a quien nunca le leeré. A alguien a quien creo leer por todos lados, en todos los libros, en todas las citas, en todos los fragmentos despedazados de mis bocetos. Tacho todo lo anterior y lo reemplazo: “Poesía es pronunciar tu nombre bajito. Que nadie pueda escucharlo. Es la única manera de sentirte solo mío en medio de la gente”. 

viernes, 3 de abril de 2015

Vida, danos hoy la pena nuestra de cada día

Que irreverente. ¿Cómo se le ocurre? ¿Cómo se atreve? Es una sinvergüenza, descarada. Te apuñala por la espalda. ¿Quién lo diría? Siendo tan bella y reluciente. Ah, pero no todo lo que brilla es oro, y la vida es traicionera. Te brinda cosas bonitas, muy bonitas, y cuando está segura de que no serás el mismo sin ellas te las quita. Con nosotros mató varios pájaros de un tiro.
La vida nos hizo una herida que sufrimos casi desde que tengo memoria. La enfermedad de mi papá. Él insiste en que la vida ama los juegos de azahar. Y lo que te toca, te toca. No hay otra, te la tenes que bancar. Porque en esos casos uno no es un jugador, sino una simple ficha.  Yo, por el contrario, pienso que la vida lo tiene todo premeditado, y que no es capaz de poner en nuestras espaldas más de lo que podemos cargar. Pero eso sí, es jodida. Y, me imagino que algunas veces especula o se le va la mano. Como con nosotros, por ejemplo. ¿Cómo pudo?
Papá dice que todo es un rompecabezas. Si algo nos parece difícil, hay que concentrarse y dar lo mejor de nosotros, y así veremos como lo que nos parecía un caos encuentra su lugar, y las situaciones complicadas encajan perfectamente para dejarnos apreciar un resultado óptimo: el rompecabezas terminado. Esta idea me confunde. La vida le quitó el movimiento de sus piernas. Lo dejó en una silla de ruedas. No solo le limitó su libertad corporal, sino que lo fue dejando sin su ímpetu característico a lo largo de los años. Por muchísimo tiempo, nosotros, mis hermanos y yo, también padecimos su enfermedad como propia. Estábamos saturados de cosas que desconocíamos,  desconcertados por los cambios de roles: nosotros lo cuidábamos a él cuando suele ser al revés.  
Oh, pese a todo, la vida no se conformó y nos exigió mucho más. Le quitó el brazo derecho. Papá tuvo que aprender a escribir, a cocinar, a hacer tareas cotidianas con su mano izquierda. Tuvimos que acostumbrarnos a recibir un abrazo a medias. Fue triste y muy difícil, así que traté de acordarme del rompecabezas del que él nos hablaba. Uniendo algunas piezas, me di cuenta que estaba valorando mucho más mi movilidad, que amaba cada día más caminar, que me molestaba cada vez menos hacer fuerza con los brazos.
Si todo hubiera terminado allí… que codiciosa, fue por más. Le quitó un poco de la vista. Logró que le costara ver tele, leer los poemas de Neruda que tanto le gustaban, mirarnos fijamente. ¿Acaso la vida se estaba vengando? ¿De qué? ¿Qué hicimos mal? Si todo lo que había entre papá, mis hermanos y yo era amor, una desesperación desaforada por protegernos mutuamente, una necesidad intensa de sostenernos. (Ese pedacito clave del rompecabezas, que le da sentido a todo). Sucede que, tal vez, a la vida le gusta castigarnos por la inestabilidad del hombre respecto a los sentimientos por ella: A veces la queremos, después la aborrecemos. La depreciamos, no la cuidamos, la insultamos, no la respetamos. Incluso podemos llegar a arrebatársela a otro. (Y al que le toca, le toca. La vida no repara en a quien le cae la pelota).
Crecimos, aprendimos mucho, lloramos muchísimo más, peleamos con los que miraban raro a papá y con los que le cerraban puertas, nos amamos mucho y nos peleamos otro tanto. Reímos, nos sentimos ridículos, volvimos a llorar, sentimos la mano fría de la muerte que se lo quería llevar, lo vimos  - admirados – luchar.

Creímos que nos había dado una tregua. Subimos bien alto la bandera blanca. Casi que terminábamos el rompecabezas, y de un sacudón nos desarmó todas las piezas. Le quitó la voz. Una de las voces más hermosas que escuché. Esa voz que nos cantó, que nos consoló, nos aconsejó y nos retó. A esta altura de la vida, ya no estamos todos juntos. Quedamos papá y yo. Y no puede hablarme. Y no puedo escucharlo. Vida, danos hoy la pena nuestra de cada día. Porque puedo saber que quiere decirme con mirarlo a sus tristes y cansados ojos marrones. Puedo interpretar a la perfección sus gestos. Puedo entenderlo y quererlo. Aunque nos pese, aunque suframos. Todavía está la fuerza y la energía para seguir con el rompecabezas. Todavía queremos jugar.