viernes, 3 de julio de 2015

Vivir adrede

Mario Benedetti fue la prueba veraz de la existencia de Dios. Aún desde la crítica, la duda, el
cuestionamiento que el autor le propiciaba a ese ser omnipresente, lo reivindicaba. En cada
reflexión que le dedicaba a Dios, la controversia sobre su existencia pasaba a un segundo plano ante
la preponderancia que le atribuía, plasmada entre líneas. Lograr la materialización de Dios en la
tierra, a través de palabras, ha de ser lo más glorioso que un ser humano puede alcanzar en su vida.
Y lo consiguió – aunque estoy segura de que nunca lo buscó – con el libro que terminé de leer hoy.
En Vivir adrede el escritor y poeta concentró toda su delicada y hermosa capacidad para hacer de la
palabra escrita un mimo al alma. Benedetti, por sí solo, es un sacudón, es un incentivo a despertar la
sensibilidad, a conectarse de otra manera con el mundo, a mirar y reflexionar. Sin embargo este
libro es especial, este conjunto de micro relatos definitivamente tiene el “no sé qué” que lo hace
audaz, romántico, sincero, bello, complejamente simple.  Es de aquellos que pueden leerse en una
isla paradisiaca o en la parada del bondi con la misma facilidad y el mismo efecto.
Sin lugar a dudas, Benedetti fue el propulsor de admirar la complejidad de la simpleza. En uno de
los apartados del libro confesaba: “Si uno lee a Baldomero Fernández Moreno o a Antonio
Machado, y capta la sabiduría de su sencillez, quisiera salir a abrazarlos, como si aún estuvieran ahí,
con su pluma en ristre”. Sólo él fue capaz de describir lo que me sucede cuando lo leo. Cuando
termino un poema de su autoría quiero, por no decir que necesito, abrazarlo. Incluso admito que he
tenido el impulso de ponerme de pie bruscamente, como para salir a su encuentro; pero Mario no
espera por mí en ningún sitio.
Pese a esta cruda realidad, que solo sobrellevo con leerlo en un acto de agonía y placer,
encuentro una conexión inherente entre la escritura de Benedetti, la existencia de Dios, mi felicidad
y el  vínculo con el ambiente que me rodea.
A veces uno sospecha de su propia existencia. ¿Hasta dónde es real lo que se vive? ¿Quién es capaz
de separar por completo el sueño de lo concreto y ambas cosas de lo místico? A veces, casi siempre,
uno entra en dialogo consigo mismo, y de esas charlas surgen las revelaciones más extraordinarias.
De vez en cuando, ojala fuese más seguido, escuchamos al otro, pero escuchamos de verdad, sin ese
terco deseo de contestar y refutar, y nos damos las sorpresas más hermosas. Cada día deberíamos
jugar, es decir, jugar como cuando aún desconocíamos lo que significaba ganar o perder.
Ay, si Mario y Dios; no como poeta y ser superior, sino como los “no sé qué” del mundo no se
complementaran en la complejidad de la simpleza, nunca podríamos hallarlos. Ya sea en poemas o
en oraciones, mediante cuentos o evangelios. Suelo tener la sensación de que todo lo que me toca
vivir fue escrito. Entonces me animo a un roce de manos, a un cruce de miradas furtivas, a desafiar
a los desencuentros y contratiempos. Le muestro los dientes a mi entorno, lo reto a sorprenderme.
Ahí mismo, puedo abrir el libro en una página al azar, y leer quizás: “Siempre hay una hendija del
alma por donde la alegría asoma sus despabiladas pupilas. Entonces el corazón se vuelve más vivaz,
se extrae de su quietud y es casi pájaro”.
Luego de eso, no tengo más salida que amigarme y aliarme con los “no sé qué” de mi vida, verlos
llegar y apreciarlos en todas su dimensiones y formas. Llámese fe, llámese literatura. Llámese, vivir
adrede.

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