miércoles, 26 de agosto de 2015

Mi cómplice y todo

Mario ya no se inmuta por nada. Con su mirada impermeable y sus facciones apacibles y perpetuadas, se sostiene en la holgada línea de mi memoria y mi admiración.
En mi desorden, aparece. Acomoda los estantes de mi mente. Toma los libros que hay allí, los hojea, se sonroja cuando son de su autoría; en un gesto de hermosísima humanidad y existencia. Finalmente, luego de propiciarles un breve ademán de caricia, los vuelve a su lugar.  Posa en cada estante un poco de su sabiduría y su paciencia.  Y su presencia y su esencia se perciben en cada recoveco de mi inspiración.
Esa imagen se presenta y se esfuma en mi imaginación, ingenua e inquieta, cuando alguien menciona que mi escritura está influenciada por Mario. Él se limita a guiñar un ojo ante el comentario, y su bigote se estira acompañando la amplitud de su sonrisa.
Y todavía me preguntan qué es poesía. Yo no puedo definirla sin definirlo a él. Es tan lindo saber que todavía existe, aunque sea por momentos, por recuerdos, por sueños, por delirios. Se asoma, curioso y expectante, cuando me dispongo a escribir. Se apresta a reprochar mis titubeos, a cuestionar mis palabras, a reflexionar conmigo. Me irrumpe y me corrompe en la búsqueda de las palabras. Pero también sabe asumir su rol de cómplice y testigo de la gestación de mi estilo narrativo.

Pero Mario ya no se inmuta por nada. Con su mirada impermeable y sus facciones apacibles y perpetuadas, se sostiene en los sutiles sesgos de su impronta en mi escritura.