Mario ya no se inmuta por nada. Con su mirada impermeable y
sus facciones apacibles y perpetuadas, se sostiene en la holgada línea de mi
memoria y mi admiración.
En mi desorden, aparece. Acomoda los estantes de mi mente.
Toma los libros que hay allí, los hojea, se sonroja cuando son de su autoría;
en un gesto de hermosísima humanidad y existencia. Finalmente, luego de
propiciarles un breve ademán de caricia, los vuelve a su lugar. Posa en cada estante un poco de su sabiduría y
su paciencia. Y su presencia y su
esencia se perciben en cada recoveco de mi inspiración.
Esa imagen se presenta y se esfuma en mi imaginación,
ingenua e inquieta, cuando alguien menciona que mi escritura está influenciada
por Mario. Él se limita a guiñar un ojo ante el comentario, y su bigote se
estira acompañando la amplitud de su sonrisa.
Y todavía me preguntan qué es poesía. Yo no puedo definirla
sin definirlo a él. Es tan lindo saber que todavía existe, aunque sea por
momentos, por recuerdos, por sueños, por delirios. Se asoma, curioso y expectante,
cuando me dispongo a escribir. Se apresta a reprochar mis titubeos, a
cuestionar mis palabras, a reflexionar conmigo. Me irrumpe y me corrompe en la búsqueda
de las palabras. Pero también sabe asumir su rol de cómplice y testigo de la
gestación de mi estilo narrativo.
Pero Mario ya no se inmuta por nada. Con su mirada
impermeable y sus facciones apacibles y perpetuadas, se sostiene en los sutiles
sesgos de su impronta en mi escritura.
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