Llegó al lugar pactado y comenzó a ensayar una postura que
inspire naturalidad. Al cabo de unos minutos la ansiedad la hizo caer en el cliché
de sacar el celular y sumergirse en algo aparentemente interesante y ciertamente
inexistente. Casi como si hubiera sentido su presencia, levantó la vista en el
momento en que él cruzaba la calle. No bajó la mirada siquiera para guardar el teléfono
que, bruscamente, fue a parar en algún lugar
del bolso.
Se saludaron con un choque de mejillas, sin beso, tímidos.
¿No tenes frío?
No, pero tengo las manos heladas. Le respondió al tiempo en
que ponía ambas manos bien abiertas sobre la cara de él.
¿Y los labios también?
Fíjate. Le dijo, y en ese preciso instante ya se había
arrepentido por no tener en claro las intenciones de su pregunta.
Y aunque sus labios se entreabrieron, sutiles y deseosos,
sus cuerpos se acercaron por la fuerza de atracción, sus latidos se aceleraron
un poco y ya no tenían tanto frio, ninguno se animó. Esperaban a que el otro dé
el primer paso.
Sin mediar palabra empezaron a caminar por Zeballos. Prudentes,
sus manos no se rozaban. Retraídos, sus ojos se esquivaban. Sensatos, acordaron
– sin decirse absolutamente nada – hacer de cuenta que nunca tuvieron ese seudo
impulso. De modo, que esa situación quedó perdida entre tantos desencantos
varios. Sin gloria ni pena. Pero en ese clima hostil, ambos respiraban el
remordimiento de saber que las historias más intensas son las que no llegan a
ser.