martes, 26 de mayo de 2015

Desencantos varios

Llegó al lugar pactado y comenzó a ensayar una postura que inspire naturalidad. Al cabo de unos minutos la ansiedad la hizo caer en el cliché de sacar el celular y sumergirse en algo aparentemente interesante y ciertamente inexistente. Casi como si hubiera sentido su presencia, levantó la vista en el momento en que él cruzaba la calle. No bajó la mirada siquiera para guardar el teléfono que, bruscamente,  fue a parar en algún lugar del bolso.
Se saludaron con un choque de mejillas, sin beso, tímidos.
¿No tenes frío?
No, pero tengo las manos heladas. Le respondió al tiempo en que ponía ambas manos bien abiertas sobre la cara de él.
¿Y los labios también?
Fíjate. Le dijo, y en ese preciso instante ya se había arrepentido por no tener en claro las intenciones de su pregunta.
Y aunque sus labios se entreabrieron, sutiles y deseosos, sus cuerpos se acercaron por la fuerza de atracción, sus latidos se aceleraron un poco y ya no tenían tanto frio, ninguno se animó. Esperaban a que el otro dé el primer paso.

Sin mediar palabra empezaron a caminar por Zeballos. Prudentes, sus manos no se rozaban. Retraídos, sus ojos se esquivaban. Sensatos, acordaron – sin decirse absolutamente nada – hacer de cuenta que nunca tuvieron ese seudo impulso. De modo, que esa situación quedó perdida entre tantos desencantos varios. Sin gloria ni pena. Pero en ese clima hostil, ambos respiraban el remordimiento de saber que las historias más intensas son las que no llegan a ser. 

sábado, 9 de mayo de 2015

¿En qué nos parecemos?

-              -  Ay, ¡Mi Dios! - suspiró, sentada al borde de la cama, con las manos juntas apuntando al cielo.
-              - ¿Qué pasa, abuelita? – me sobresalté.
-          -   Sos tan parecida a mi cuando tenía tu edad que me da miedo – me dijo, preocupada, con el ceño fruncido.
-               -  Abu, pero vos no podes ver (me) – le contesté en un estúpido y atroz momento de racionalidad.
-              -  Ya sé, pero te imagino – me dijo tan dulce e inocente, que no pude más que echarme a llorar. Quise abrazarla, pero eso no le gusta. Me acerqué y le acomodé el cuello del saquito marrón, su preferido; el que está roto y le faltan dos botones y todavía insiste en ponérselo.
-            -  ¿Y en que nos parecemos? – pregunté con la voz, el alma y las piernas temblorosas.
-           -  En todo, Mascarita, en todo -. Se quedó pensativa. Y yo, frágil, intrigada y sacudida, como solo ella sabe dejarme. Esperé en silencio que vuelva de vagar en sus pensamientos, que vuelva ella, no esa señora que suele aparecer cuando la confusión característica de su edad la transforma. Y volvió:
-            - ¿Crees en Dios? -
-            -   A veces pienso que si no sos vos, estás muy cerca -.
-            -  ¿Cómo un ángel? -
-            -  Algo así -.
-            -  Explícame -.
-            - Algo así, no sé cómo explicarte -.
-            -  Bueno, escribimelo. Y después léemelo -
      Hablaba de manera tan suave que se me estrujaba el pecho. No soy capaz de hallarme un parecido con esta mujer tan bella, delicada, llena de luz y vida a sus 93 años.
-           -  ¿Te acordas que me contaste que cuando eras chica te gustaba escribir poemas? – quise saber.
Lanzó una fuerte carcajada. Cuando yo me reí se me escaparon algunas lágrimas más.
Se acordaba. Seguro también se acordaba que en ese entonces tenía dos pretendientes y les escribía, con el temor siempre latente de equivocarse y entregarle a uno, el poema que era del otro. Se acordaba de todo. De todas las cosas que había hecho en su juventud. Me explicó que nos parecemos en algo tan precioso como triste: amamos sin miramientos. Y como ella sufrió mucho por eso, no quiere que me pase lo mismo a mí. “Amamos con intensidad hasta al perro del vecino” fue su reflexión final antes de querer cambiar de tema.
-          -  ¿Te dije ya que sos hermosa, abu? -
-           - Si, un millón de veces. En eso también te pareces a mí, repetimos las cosas un millón de veces.