Escribo porque solo puedo encontrarte entre mis líneas. Estás
solo donde yo te escribo. De este modo puedo leerte y releerte, que es lo que
más se asemeja a tenerte. ¿Hasta qué punto te idealizo? ¿Hasta qué instancia
esto es sano? Mi integridad se desmorona, pero estoy a solas. No tengo vergüenzas
ni pudores que luego no pueda camuflar. Sin embargo ahora intento encontrarte,
hacerte aparecer. Pienso en las palabras que te representen tal cual te veo,
tal cual te quiero. Y te quiero conmigo.
Entonces puedo escribir: “Es momento de que llegues. Mi beso
y yo te esperamos”. O “No te vayas, que la despedida duele. No pronuncies ese adiós
punzante, desesperanzador. Mejor quédate,
o llévame con vos”.
Me ridiculizo. Me siento una parodia de la peor versión de mí.
Si no te escribo me hundo y si lo hago me pasa igual. Es que escribir (te) es
un consuelo y una tortura a la vez. Una caricia de manos ásperas, un beso desabrido.
Las metáforas se enumeran por si solas, pero no llegan a nada. Ninguna me
explica que debo hacer, tampoco me dejan escribirlas sin que estén dirigidas a
vos.
Busco un escape, y me topo con palabras tajantes. Palabras profanadoras,
que hurgan en mi intimidad. Me injurian. ¿Con que éste es el quiebre? En este
punto me doy cuenta de que ya no son mis
aliadas, sino que me confrontan. No son mi reflejo. Ya no soy esto que escribo.
Ni mucho menos vos sos lo que representan estas aglomeraciones literarias. No
significan nada. A menos que signifiquen mi caída hacia la desolación.
Es que una vez en la realidad, es una pena que yo esté ahí y
vos no puedas verme. Y escribo: “Es una pena que no se animaran a mirarse hoy”.
No obstante, más penoso es sentarme a escribirle a alguien a quien nunca le
leeré. A alguien a quien creo leer por todos lados, en todos los libros, en
todas las citas, en todos los fragmentos despedazados de mis bocetos. Tacho
todo lo anterior y lo reemplazo: “Poesía es pronunciar tu nombre bajito. Que
nadie pueda escucharlo. Es la única manera de sentirte solo mío en medio de la
gente”.
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