A veces pienso en el día que suene serio cuando diga “escribo desde siempre”. Tal parece que
ahora, a mi edad, el siempre es una
palabra vacía, banal, mal utilizada, irónica, torpe, carente de todo sentido y
de toda realidad.
La palabra siempre
se burla de mí, de mi juventud, de mi inexperiencia. Trato de pronunciarla con
mucho cuidado, la mantengo con recelo en la punta de la lengua, y en muchas
ocasiones tengo que tragarme la palabra. La reservo para usarla en un buen
contexto discursivo, sin embargo me da miedo expresarla. Y mucho más en papel.
Escrita en una hoja la palabra siempre
adquiere un cierto sesgo de eternidad, mucho más fuerte que su significado en
si mismo. Siempre, queda
inmortalizada.
Me asusta la dimensión de la palabra siempre. No es algo que se puede ver y tocar. La palabra siempre es como una promesa incumplida.
Mis papás dijeron que estarían juntos por siempre. Mi abuelo aseguraba que
viviría por siempre. Y un sinfín de siempres
caducados más.
“Nada es para siempre” aseguran canciones y ancianos sabios.
No, todo es para siempre. Absolutamente todo se lo entregamos a esa palabra.
Cuando queremos a alguien, le delegamos parte de nuestro amor a esa palabra,
para que haga lo suyo, para que cobije y alimente ese amor en su intensidad
como palabra, como ilusión, como deseo. Incluso cuando no queremos a alguien,
hacemos uso de la palabra, al sentenciar un adiós para siempre. En ese caso, siempre se refuerza con nunca, al desear no volver a toparnos
con esa persona en nuestro camino.
Para siempre y desde siempre, lo que se escribe es lo único que
perdura. Escribir es mi siempre. Desde
siempre, aunque ese siempre que me es propio sea cortito, quiero y amo
escribir. Mi voluntad es que, mientras ese desde
siempre mío va creciendo, voy a seguir escribiendo. Quiero hacer méritos para que, algún día,
cuando la palabra siempre ya no se
burle de mí, y suene serio cuando la pronuncié, sea yo la que se ría de ella
pero sin malicia.
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