Los días siguientes me los pasé durmiendo; cuando no hacía
eso lloraba hasta quedarme dormida otra vez. A la semana ya comencé a
levantarme temprano y de a poco me reincorporé a mis hábitos. Una mañana me di
esperanzas: dejé la coraza en la mesita de luz y de ahí en más salí todos los
días de casa amándolo. En el trayecto diario me dispuse a encontrarlo. Me
dediqué a esa rutina fundamental de buscarlo, pensando que estaba limpia de él
– y él puro de mí – y estábamos listos para el comienzo del recomienzo. Me
encontraba tan vacía que nos imaginaba a ambos deseosos de volver a llenarnos
de nosotros.
Ese anhelo absurdo de un encuentro que nunca se daba se
transcurrió sin tiempo, sin espacio, sin sensatez. De un momento a otro, me
golpeó la realidad y entendí que no era el amor ni la esperanza lo que me
movía, sino el dolor y la desazón. Era otra tarde en la que vivía no por mí,
sino por él cuando asumí que la vida podría cruzarnos mil veces pero ya no
coincidiríamos nunca más; que él, tal cual lo conocí, no volvería jamás. Era
otra tarde en la que respiraba soledades, cuando entendí que el amor mantiene
de pie al más débil, y el amor propio me invitó a salir.
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